De lo siniestro a lo sublime
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TEMPESTAD - William Turner (1775-1851) |
A principios del siglo pasado, cierta tarde, una distinguida dama de
mediana edad atravesaba en diligencia una zona especialmente boscosa e
inhabitada de Gran Bretaña. Tras la cortina de la ventanilla podía verse
un cielo sobrecargado de nubes amenazadoras. Frente a ella, un vejete
estrafalario, vestido como un pordiosero, mal afeitado, no perdía
ocasión en examinar los leves cambios de luz y atmósfera del paisaje. De
pronto sucedió lo que se presentía y temía, un aguacero, un chaparrón,
truenos, relámpagos, al tiempo que la luz se oscurecía y la diligencia
zarandeaba a sus huéspedes, que se cuidaron de ajustar las ventanillas y
las cortinas para no sufrir las intemperancias del viento huracanado y
de la lluvia. Y he aquí que el viejo huésped que compartía con la dama
distinguida, frente a frente, el mismo camarote, pidiendo disculpas por
adelantado, levantóse, abrió su ventanilla, sacó la cabeza, el cuello y
medio tronco a la intemperie, permaneciendo estático y rígido en esa
difícil posición, medio cuerpo fuera, desafiando el balanceo del
vehículo y las inclemencias del temporal. Con estupor apenas disimulado,
la vieja no alcanzaba a comprender qué hiciera el buen viejo medio loco
tanto tiempo en esa extraña posición. Una hora aproximadamente estuvo
el viejo en ésas hasta que salió de su pasmada contemplación y,
chorreando por todas partes, volvió a tomar asiento, excusándose de
nuevo por tan inaudito proceder. Al fin la tímida mujer se decidió a
preguntarle qué era lo que tan afanosamente buscaba o simplemente
miraba. Y el viejo le contestó que «había visto cosas maravillosas y
nunca vistas». Picada de la curiosidad la dama entreabrió la ventanilla,
asomó la cabeza, hasta que, perdiendo toda resistencia, se asomó con
generosidad. El viejo le había sugerido: «debe, eso sí, mantener muy
abiertos los ojos».
Repitió la hazaña del viejo estrafalario y a fe que fueron paisajes imposibles los que se cruzaron por sus ojos bien abiertos.
Años después la misma dama, que residía habitualmente en Londres y poseía amistades aficionadas a la pintura, decidió complacer su propia curiosidad ante una exposición de un pintor discutidísimo y tenido por estrafalario, llamado Turner, quien, al decir de sus adversarios, pintaba lo que ningún ojo humano había visto (ni el suyo propio, por supuesto). Mientras merodeaba por la exposición y antes de reparar en los lienzos, de los que se le cruzaban ciertas manchas amarillas y verdosas, se entretuvo en oír los comentarios de entendidos que aseguraban no existir en ningún lugar del planeta Tierra imágenes como las que ese loco pintor de lo fantástico pretendía hacer valer. Eran tan desaprobadora las opiniones, daban lugar esos cuadros, a lo que podía ver, a tales señales de burla, de desprecio o de franca irrisión, que nuestra dama, movida acaso por la piedad, decidió al fin detenerse a contemplar una de las composiciones, la que más cerca de ella estaba. Y he aquí que, con sorpresa imposible de disimular, vio justamente aquello mismo que había visto años atrás a través de la ventanilla de la diligencia. Entonces comprendió quién era ese viejo loco y pordiosero que había tenido delante suyo. Y presa de voluntad restitutiva empezó a gritar, congregando en torno suyo a todo el público de la exposición: «¡Pero si yo lo vi, vi todo esto con mis propios ojos!»
Repitió la hazaña del viejo estrafalario y a fe que fueron paisajes imposibles los que se cruzaron por sus ojos bien abiertos.
Años después la misma dama, que residía habitualmente en Londres y poseía amistades aficionadas a la pintura, decidió complacer su propia curiosidad ante una exposición de un pintor discutidísimo y tenido por estrafalario, llamado Turner, quien, al decir de sus adversarios, pintaba lo que ningún ojo humano había visto (ni el suyo propio, por supuesto). Mientras merodeaba por la exposición y antes de reparar en los lienzos, de los que se le cruzaban ciertas manchas amarillas y verdosas, se entretuvo en oír los comentarios de entendidos que aseguraban no existir en ningún lugar del planeta Tierra imágenes como las que ese loco pintor de lo fantástico pretendía hacer valer. Eran tan desaprobadora las opiniones, daban lugar esos cuadros, a lo que podía ver, a tales señales de burla, de desprecio o de franca irrisión, que nuestra dama, movida acaso por la piedad, decidió al fin detenerse a contemplar una de las composiciones, la que más cerca de ella estaba. Y he aquí que, con sorpresa imposible de disimular, vio justamente aquello mismo que había visto años atrás a través de la ventanilla de la diligencia. Entonces comprendió quién era ese viejo loco y pordiosero que había tenido delante suyo. Y presa de voluntad restitutiva empezó a gritar, congregando en torno suyo a todo el público de la exposición: «¡Pero si yo lo vi, vi todo esto con mis propios ojos!»